París. 4 de octubre de 1898.
2:32 de la mañana.

La persecución entraba ya en su recta final. El de adelante iba fatigado, exhalando apenas para darle a sus piernas al menos dos cuadras más hasta la estación de policía. El de atrás, paciente, caminaba de prisa hacia su víctima. Una baldosa de la calle interrumpió la carrera. El cuerpo del tipo, acostado, pedía descanso y no pudo reaccionar al último tramo. Encima de sus jadeos, se oían los pasos sincronizados de su cazador acercándose inexorablemente hasta que frenó su andar justo a dos pasos de él. Sudaba azul bajo el plenilunio.

-Por favor, no me mate. ¡No me mate!

El arma terminó sus ruegos inconvenientes. El silencio permaneció un rato más. Al fin, el hombre dejó el arma en la mano derecha del otro, una nota ya escrita y se alejó del mismo modo acompasado.

Media hora después, el rondín de la policía descubrió el cadáver de un hombre joven, bien vestido y con anteojos que portaba todavía el cuchillo ensangrentado y el mensaje póstumo de los suicidas.

 

Amberes. Mismo día.
Misma hora.

El contorno áspero de los astilleros se iluminaba con la luna radiante clavada en el cielo. El humo de un par de cigarros se elevaba hacia ella. La conversación de los guardias se interrumpió con la presencia de un bulto estorbando en el camino de sus linternas. Nada circunspectos, se acercaron para abrirlo pero notaron que se movía por dentro. Se miraron, asustados y en dilema de descubrir su contenido o avisar primero. Separarse para realizar cada quien ambas opciones, debido a la profunda obscuridad, simplemente quedó descartado.

Uno sujetó ambas lámparas. El otro tallaba sus dedos preparándose para desatar la cuerda anudada en el extremo de la bolsa de cuero. El complicado proceso tardó al menos 15 minutos, largos, enojosos. Se turnaron. Al fin, hartos de preservar la escena del crimen, cortaron la cuerda. El tipo tiró los quinqués y lanzó un grito ahogado, tras lo cual se persignó repetidamente. El otro, más secular, buscó la lucecilla que aún no se había roto y confirmó su primera impresión: 4 cabezas humanas habían rodado, tibias y hemorrágicas, hacia sus pies.

 

Londres. Mismo día.
Misma hora.

El Big Ben había retumbado en la madrugada sin apenas perturbar a los parroquianos del Fooley’s. Un sujeto empujó la puerta de prisa y preguntó a quien quisiera contestarle dónde estaban el baño y el teléfono. “Otra jornada larga”, susurró el cantinero y le indicó ambas ubicaciones, contrarias por cierto. Indeciso, el desconocido corrió por los estrechos pasillos a la letrina.

Dentro, comenzó a hojear la gruesa carpeta de sus hojas sueltas con sus anotaciones. Buscó, buscó y buscó hasta que halló el número. Sacando sus ojos, pasó la vista hacia el bar para cerciorarse que sus perseguidores no estaban allí. Cruzó a lo largo de la barra para alcanzar el artefacto y marcar la numeración escrita en el papel amarillento que temblorosamente sostenía.

En el 212B de Baker Street, la campanilla despertó al Dr. Watson, que dormitaba en el sillón gracias a las crónicas llenas de tecnicismos de su homólogo Charles Wilfred McGoughney sobre las enfermedades tropicales. El médico bostezó antes de descolgar y guturar: “Habla el Dr. Watson. ¿Cuál es su problema?”.

-Soy Anderson, doctor. Ya… Ya nos descubrieron. Tiene que… cuidarse. Amenazaron con ma… matarnos a todos.

-Cálmese, profesor. Estoy seguro que resolveremos su contratiempo, pero no se angustie.

-Usted no comprende, doctor. ¡Nos están exterminando! Vaya por…

La llamada se cortó. En la penumbra de la habitación, Watson percibió un rumor de tierra que atribuyó a un leve mareo. Sólo pasadas 4 horas y media se enteraría que Anderson no colgó al teléfono, sino que en ese instante telúrico la taberna principal de London Docklands había estallado gracias a un poderoso explosivo, justamente, de su propia invención.

 

Ciudad de México. Mismo día.
Misma hora.

Llovía a chorros. Tocaron a la puerta de la Catedral Metropolitana. La larga distancia entre la sacristía y la hoja de madera labrada fue cubierta por un capellán, que quería acallar los golpes cada vez más intensos para no despertar al obispo.

-¡Padrecito! ¡Apúrele, que se nos muere, padrecito!

-Jacinto, ¿Qué horas son estas de interrumpir el sagrado sueño del obispo? ¿Qué no sabes que para eso está la Curia, para que levantes a cualquiera de los otros sacerdotes que allí duermen? Vete para allá, Jacinto.

-Sí, padre, pero por favor, se lo suplico. Hágalo por la virgencita de Guadalupe. Venga conmigo, que se nos muere.

-Bueno, bueno, Jacinto. Voy a ir yo. Pero dime, ¿Quién es el que se está muriendo?

-Pos el dotorcito, señor cura. Algo le han de haber arriado en la cena, porque empezó a escupir sangre de la boca.

-Pero ¿Qué doctor, Jacinto? ¿De quién estás hablando? ¿Del doctor Bucareli?  Voy por mis cosas y te alcanzo.

-No hay tiempo, padre. Si nomás necesita su bendición. Ándele.

-Está bien, está bien. Sólo voy por algo que nos cubra.

-Acá traigo, padre. Vámonos.

El trayecto fue infame. Luego de salir de los adoquines de piedra bola de la Plaza Mayor, entraron a los caminos de lodazal hacia Coyoacán, sitio al que no llegaron, pues ambos se detuvieron en un jacal. El interior estaba iluminado por el débil fulgor de 2 velas de sebo. El capellán se reclinó sobre el catre, se colocó la palia cuaresmal, su solideo, preparó la Biblia y los aceites de la extremaunción, pronunció  el “Ave María Purísima” y se paralizó al contemplar al moribundo.

-¡¿Qué?! ¡¿Qué clase de broma es ésta, Jacinto?!

La explosión erizó de miedo a todos los presentes y sólo se oyeron unos susurros en náhuatl.

-¡¿Que no sabes que este hereje, este maldito hijo de Satanás, ha sido excomulgado por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y por tanto, no merece el perdón de Dios Nuestro Señor a través del sacramento de la Unción Final?

Detrás del repiqueteo de la lluvia afuera, de los martilleos tenues de las goteras sobre la frente del enfermo y de la respiración de todos, se oyó a Jacinto.

-Perdone usted, su merced. Lo que pasa es que no he podido ir a misa últimamente por el trabajo que me dio este dotorcito y pos no sabía que…

-“No sabía. No sabía”. Eso te pasa por andar laborando para estos protestantes del demonio, que no respetan ni uno sólo de los nuestros santos días de guardar.

El acostado comenzó a gemir, a retorcerse, a enguruñarse hacia sus músculos y sus nervios contraídos, hasta emanar una deyección verdosa de sus labios.

-Mírelo nomás, padrecito. Qué le aunque que sea portenstate, tenga piedad de él.

-¡Jacinto -el grito acabó con todo ruido, con todo lamento y un trueno sacudió los temores de los indígenas reunidos ahí–! Te prohibo terminantemente interceder por este bastardo de Lutero. ¿Quién te has creído tú para decirme lo que tengo que hacer? ¡No caigas en la soberbia, pecador! ¡Todos, afuera! Vámonos, todos, dije. Todos afuera.

A empellones, el capellán puso bajo el aguacero inclemente al puñado de indios. Con trabajo podían escuchar los lamentos horrísonos del sujeto, que de pronto iniciaron, acompañados de improperios en latín del sacerdote. Otro relámpago suspendió ambas voces. La gente tiritaba, reclamaba a Jacinto en su lengua materna haberlos puesto en esa situación. La lluvia aminoró pero continuaba.

El capellán abandonó la choza y caminó en silencio hacia el sendero de barro para retornar a la Catedral, ignorándolos. Las personas se santiguaron repetidamente mientras se bifurcaban para abrirle paso. Solamente Jacinto lo alcanzó cuando ya emprendía el penoso regreso.

-¿Qué pasó, padrecito? ¿Ya se murió?

El capellán asintió sin voltearlo a ver.

-¿Y siempre sí lo perdonó, señor cura?

-No. Le saqué al diablo del cuerpo.

Jacinto se persignó, asustado.

I / II / III / IV / V / VI

*Escritor y periodista mexicano (Villahermosa, 1982).
Ganador del Primer Concurso Nacional de Ficción Playboy 2008.
Nominado al Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 2010.
Reconocido por la UJAT en 2002 (Premio Universitario de Ensayo sobre Benito Juárez) y en 2010 (Premio de Cuento de la Feria Universitaria del Libro).
Ha publicado su trabajo literario y periodístico
en diversos diarios y revistas locales y nacionales.
En Twitter, trollea desde la cuenta @Acrofobos.
En 2017, publicó su primer libro de relatos Grimorio de los amores imposibles.
En 2018, publicó el segundo: La invención del otoño
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13 comentarios en “Mientras pasa…

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