Otra postal desde el infierno 2

Otra postal desde el infierno 2

“Al grano”, ordenó Jonás antes de meterse el primer bocado de los tacos al pastor que pidió, indicando tácitamente que la escucharía pero no dejaría de comer mientras a ella se le enfriaría su cena contando su relato.

Marcela respiró profundo, entrecerró los ojos y luego preguntó: “¿No notaste algo en la foto?”. Jonás masticaba despacio, callado y sólo alzó las cejas. “Bueno, mira, técnicamente, no se puede enviar fotos personales sin un sello postal, excepto si pertenece a un franquicia institucional, es decir, si es enviada dentro de la paquetería de cualquier organización.”

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Otra postal desde el infierno

Otra postal desde el infierno

Una vez que la bola 8, negra y compacta, tocó las esquinas y luego el fondo de la buchaca, Jonás sabía que tenía que empezar. Así que despacio acomodó el taco a todo lo largo sobre la mesa, prendió un cigarro y se dirigió a pagar la cuenta. Pero alguien ya lo había hecho por él. Ni siquiera preguntó quién aunque su contrariedad aumentó al ser recibido en la barra con una voz escalofriantemente dulce: “Pagué una hora más”. Y le salió lo bocón una vez más: “Serán como seis juegos que ganaré sin que metas una sola”.

Sólo sus zapatos resonaban en el largo galerón del billar, pues Jonás acostumbraba jugar por las madrugadas, para no ser perturbado ni por los gritos de los parroquianos ni por las complacencias de la rockolla. Hubiera sido genial, pensó, si al menos trajera minifaldas y tacones. Tomó el mismo taco y acomodó las bolas sobre el mismo paño. “Abren las novatas”, dijo insolente, pero apenas pudo contener el resoplido su coraje cuando vio que la joven acomodó su cuerpo para ejecutar un tiro al triángulo que metió una lisa y una rayada. “Escojo las rayadas”, eligió penetrando sus ojos con igual insolencia.

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Mientras pasa… (VI)

Mientras pasa… (VI)

Habían pasado varios minutos, pero a él le habían parecido horas. Todavía continuaba rebotando una y otra vez su pelota de caucho sobre las paredes de su celda para distraer a sus pensamientos y al hambre que empezada a aguijonear su estómago.

-Oye, imbécil extranjero –le espetó el celador por enésima vez-, si no guardas esa maldita pelota, te quitaré esa y las otras que tienes.

-¡¿Qué?! Yo sólo traje -se quedó callado el prisionero, extendió sus párpados y cambió el tono–… Mire, tengo hambre, así que si no me va a traer comida, seguiré entreteniéndome con esto.

Intensificó el número y la velocidad de los rebotes mientras veía a su carcelero con una expresión sardónica. Éste, en cambio, iba enojándose a cada golpe monótono de la pequeña esfera blanda.

-¡Está bien, tú te lo buscaste! -estalló el tipo en un grito que alteró a los demás reclusos.

Rápidamente, antes que el celador lograra entrar por las rejas, el preso tomó su pelota y la guardó en su saco. Luego, se paró sobre la cama, esperándolo.

-Ahora sí, maldito animal. ¡Te voy a matar! Seguir leyendo «Mientras pasa… (VI)»

Mientras pasa… (V)

Mientras pasa… (V)

La sorda gelidez de la morgue recibió a Mustafá Letelier por la puerta trasera, misma por donde sacaban los cadáveres hacia sus respectivos funerales. Con extremo sigilo, el investigador se acercó a la mesa metálica donde yacía, yerto y agujereado, el cuerpo de Wangari François Embé, emérito astrónomo nacido en Liberia, a quien había conocido en una cena organizada con su mentor para reunir a las mentes más brillantes del mundo colonizado.

El científico negro, según conversaron esa noche, había estudiado en los Estados Unidos, becado e instruido por George Washington Carver en Filadelfia, y regresado a su patria para fundar la Universidad de Monrovia, pero se encontraba en Camerún realizando experimentos de astronomía y astrofísica con especialistas de otras ramas del conocimiento, alguno de ellos citados también en aquella gala intelectual. Lo que más habían compartido, sin duda, era la animadversión al imperialismo europeo que, incluso permitiendo que un par de africanos pudieran codearse con lo más granado del universo investigador, como diría el propio hombre de ciencia:

-Impide que sea todo nuestro continente el que conozca el mundo para el provecho de nuestros pueblos.

Mustafá Letelier contempló por unos instantes solemnes la catadura triste de su colega y amigo. Quizá hubiera preferido no conservar el honor de profanar su humanidad, aun con fines objetivos. Sin embargo, cuando lo despojó de la sábana, observó que el cuerpo desnudo únicamente había recibido la sutura de las puñaladas. Por ley, una víctima de homicidio debe revisarse mediante la necropsia. El investigador soltó una exhalación un tanto reprimida para que no retumbara en el silencio del recinto policíaco. Hizo lo propio con su maletín, poniéndolo en la plataforma inferior de la camilla, y decidió que no era espacio suficiente para una inspección a fondo. Debía él mismo abrirlo y cerciorarse de la tesis que desarrolló desde que lo vio la primera vez en la Rue Nantes.

Empujó las ruedecillas hacia un cuarto contiguo, escribió unas palabras en una hoja de papel que colocó en otra camilla, ocluyó la puertecita de madera de la habitación y procedió, casi con lágrimas en los ojos y un par de guantes en las manos, a averiguar dentro del cuerpo de su respetado camarada la verdad sobre su muerte.

I / II / III / IV / V / VI

*Escritor y periodista mexicano (Villahermosa, 1982).
Ganador del Primer Concurso Nacional de Ficción Playboy 2008.
Nominado al Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 2010.
Reconocido por la UJAT en 2002 (Premio Universitario de Ensayo sobre Benito Juárez) y en 2010 (Premio de Cuento de la Feria Universitaria del Libro).
Ha publicado su trabajo literario y periodístico
en diversos diarios y revistas locales y nacionales.
En Twitter, trollea desde la cuenta @Acrofobos.
En 2017, publicó su primer libro de relatos Grimorio de los amores imposibles.
En 2018, publicó el segundo: La invención del otoño
.

Mientras pasa… (IV)

Mientras pasa… (IV)

-Elemental, mi querido Watson. El material implementado es una mezcla de tolueno y clorobenceno, con minerales diversos, que detonaron en una explosión violenta pero no expansiva.

-Holmes, eso es muy obvio. Deja de alardear frente a los familiares de las víctimas.

-Perdón, pero no tenemos tiempo que perder. Su majestad la Reina Victoria en persona nos pidió encontrar a los culpables de este reprobable acto terrorista.

-Por eso mismo, Holmes. Centrémonos en nuestras anotaciones sin comentarlas en voz alta.

Ambos detectives caminaron por el sendero que conducía a los rescoldos del estallido. Una mañana habitualmente nublada, densa y fría seguía colgada del firmamento británico. A cada crujido, el señor Sherlock Holmes prestaba una atención indispensable considerando la ausencia de datos visuales que retaran sus habilidades. El doctor John Watson se tapaba la boca con su mano frente a cada humillo proveniente de debajo de los trozos calcinados de mobiliario y tal vez de cadáveres.

-Tardaremos mucho en identificarlos plenamente, Holmes –espetó al fin Watson detrás de sus dedos-, así que por qué mejor dejamos entrar a los peritos y nos guiamos de sus datos.

-Imposible, estimado Watson. Arruinarían cada pista depositada.

-No hay nada que puedas ver aquí. Todo está carbonizado. Y sólo ellos pueden determinar con certeza lo que queremos averiguar.

Holmes se detuvo de repente. Observó un esqueleto negruzco de cuclillas que abrazaba algo que parecía haber sido un libro en tanto sostenía en la mano derecha un pedazo de metal. Se lo señaló a Watson, que inmediatamente abrió muy grande sus ojos y apartó su mano para exclamar, espantado: “No puede ser”.

-¿Lo conoce, Watson? Seguir leyendo «Mientras pasa… (IV)»