8:39 am
La ingrata presión en las redacciones de los medios me hizo jurar solemnemente que jamás volvería a trabajar durante los fines de semana, feriados, puentes y períodos vacacionales en verano y en diciembre, que sólo este país puede ofrecer.
Reconozco 2 virtudes sin embargo: El inmenso placer que me otorga entrar a cómodas oficinas enteramente a mi disposición, esa sensación de poseer un departamento de lujo provisto de aire acondicionado, cafetera, equipo de cómputo, impresora, cañón de diapositivas y todas las otras herramientas necesarias para el trabajo, Internet, etc., cuyos gastos no absorbo –o en este caso, no por completo-, la misma sensación infantil que uno tiene cuando descubre una enorme bodega abandonada y pasa en ella muchas tardes impunes. Segunda virtud: La ausencia de personal –superior, pero sobre todo, inferior en jerarquía-, de fórmulas sociales, de “desconocidos” compañeros de trabajo que te impiden oír en las bocinas, ¡Por fin!, a Silvio, a James, a Ismael, las mordaces de Perales, las romanticonas de Serrat, a Duke y a Charles y a Miles y a John; o cantar las de Caifanes o las de Nirvana, silbar las de Iron Butterfly o las de Irglova/Hansard; o leer –porque sus ruidos o sus peticiones te estorban– a Moravia, a Akutagawa, a Camus. O sólo tomar un café en silencio con tus tribulaciones y tus memorias. Lo mejor, como fuese, es la ropa holgada, los zapatos tenis, la falta de aliño, la botana a todas horas, el cigarro a ventana abierta que tú prohíbes, todo aquello permisible que pueda compensar sobradamente la hueva dominical…
Hasta que hojeo 2 portadas significativas.