Hacia el silencio
(Nuevos fragmentos)

Última parte
Mientras ocluía la reja del apartamento, Meme exclamó “Mira, ahí está el ‘Sáquese’”, con una sorpresa cercana al espanto, que me obligó a buscar lo peor con la vista. En uno de los balcones, se encontraba este perro callejero, conocido por la forma en que lo corrían de todos lados, que subió los 28 escalones que lo separaban del desamparo de no tener dueño. Una vecina del piso superior lo mantenía atado al barandal, para que no se fuera, supongo, y le improvisó un plato de comida con sobras de ayer. Temblaba, menos por el frío que por el pánico transparente con el que nos miraba, sin percatarse que al menos ya sería la mascota de alguien durante cerca de dos semanas y media.
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Las noticias a las 7:35 de la mañana progresaban como la información fidedigna lo señalaba: Sólo el Malecón sostenía con alfileres de arena el caudal del Grijalva y el primer cuadro de la ciudad permanecía sin evacuar; los primeros albergues –las naves del Parque Tabasco, ubicado a menos de 100 metros del desbordado río Carrizal, las escuelas de colonias a punto de naufragar, hogares que ya levantaban también las cosas de sus damnificados- fallaban a medida que la anegación se multiplicaba; y la gran sorpresa: La Laguna de La Majagua creció hasta aislar a Gaviotas Sur cortando el puente Grijalva III, su única salida ya, y devorar las instalaciones de una universidad privada, un hipermercado; un complejo comercial con cines; un fraccionamiento de interés alto, hasta que topó con el Periférico Carlos Pellicer, llevando a pique la colonia Guayabal, con su parque y su gasolinera –que en esos momentos abastecía con raciones de 5 litros por cliente a decenas de compradores de pánico-, y donde se encuentran las oficinas centrales de la Secretaría de Seguridad Pública, la subsecretaría de Tránsito y Vialidad, ambas estatales, así como de la Policía Estatal de Caminos. De paso, cosas de la constitucional planeación para el desarrollo, los cuarteles generales y campos de entrenamiento del Colegio de Policía y Tránsito y del Cuerpo de Bomberos. Ello debió ser una pista que la catástrofe apenas mostraba su verdadera categoría, no sólo por la zona que se llenó de agua -impensable hasta ese jueves-, aumentando sin remedio el caos, sino porque además nos quedábamos sin el personal capacitado para paliarlo al menos.
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El primer temor fue el hálito frío del agua entrando por las escaleras. Meme se quedó encerrada los 31 días de la contingencia en 1999; esa misma catástrofe, yo pasé 10 entre organizar despensas, suministrar vacunas y rellenar costales de arena. Confrontando nuestras experiencias, a sabiendas que ese marco de referencia –el mismo de todos los habitantes de Tabasco– se hallaba ya más que hecho trizas, le indiqué cómo y por dónde nos conduciríamos para llegar seguros. “Ay, mamá, el agua está helada”, dijo. “Creéme, por ahora preocúpate de la corriente. Si pisas mal, te llevará por el peso”, contesté. Nos fue difícil admitir que el nivel del agua nos llegaba, a mí al abdomen, a ella al pecho, y que deberíamos sortear al afluente crecido, incluso en algunas partes, de puntitas. Caminábamos como en gravedad cero, inseguros de la pisada siguiente, de encontrar más tierra firme o resbalar en el lodo reciente, de hallar un anfibio o un pez cuyo simple roce por las corrientes submarinas paralizaba de terror por el riesgo de una mordida o de un piquete venenoso. Era la hora en que mucha gente optó por escapar, temprano pero con retraso. A ellos también el Grijalva los arrastraba, junto al sedimento de la laguna, la basura de las calles y los cuerpos sin vida, vegetales y animales, logrando una apariencia de posol fétido irreversiblemente disuelto en mi cerebro.

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Los militares que sucumbieron al río regresaron al Batallón para un merecido descanso luego de 48 horas de vano esfuerzo, alistando las vehículos y los enseres para el desastre siguiente: La superviviencia a la destrucción. En vivo y en directo, de frontera a frontera y de costa a costa, las televisoras aumentaron su rating mostrando una porción de Tabasco sumegiéndose cada vez más en su propio miedo, en su propia necedad de aceptar la verdad. Para el resto de México, nuestra población se ahogaba sin remedio y no se escatimaría recurso alguno con el fin de salvarnos; la sociedad se sensibilizó y respondió con generosidad. Pero, así como los soldados regresaban ya sin más qué hacer en los verdes camiones de redilas, saludando apenas con sus gorras a la gente que contemplaba las luces reflejadas en la mojada superficie de la tragedia, así mis paisanos dejaron transcurrir la madrugada más larga de sus vidas, sin ningún otro sobresalto que los sacara de su alucinación, sucumbidos a la tangible pesadilla y alistando sus almas para lo que no estaban preparados: La solidaridad del pueblo, repartida por la ineptitud de su gobierno en medio de la soledad de su abandono.
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Sorteando este infeccioso peligro, subimos a la tercera planta, donde se ubica la casa de Meme. Doña Susana y Don Herman daban sus primeros pasos a la incertidumbre retirándose, topándose con nosotros en el umbral de la puerta principal. Mi suegra y yo cruzamos miradas, reconociendo las mutuas culpas, ella de no irse a tiempo, yo de no convencerla más, hasta que enfundada en sus botas acabó apurándonos como si no nos diéramos cuenta de lo que sucedía en derredor. Tras ponerse un pantalón y las botas de pescador que había comprado el miércoles 31, Meme observó a su mamá por la ventana del departamento durante su complicada fuga sobre el agua, casi llorando, pues mi mujer tampoco había abandonado su hogar nunca. La abracé, conmovido, nervioso, no teniendo idea de qué hablarle para aliviarla; me contestó con su voz triste y apagada sobre mi pecho: “Vámonos ya, Alex; se nos va a hacer tarde”. Ya lo era, pero con el corazón apachurrado al acariciar su piel erizada por la gélida brisa del miedo, no me atreví a contrariarla.
© Derechos reservados. Alejandro Pérez-García. 2007-2014.
*Escritor y periodista mexicano (Villahermosa, 1982). Ganador del Primer Concurso de Ficción Playboy 2008, nominado al Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 2010. Reconocido por la UJAT en 2002 (Premio Universitario de Ensayo sobre Benito Juárez) y en 2009 (Premio de Cuento de la Feria Universitaria del Libro).
Ha publicado artículos sobre temas variados y relatos de ficción en diversos diarios y revistas locales y nacionales. Aquí en su blog, su Twitter (@Acrofobos) y su columna en Facebook (El desprendimiento del iceberg) se puede hallar el despliegue de su obra literaria y periodística.