Maten al mensajero

Fue muy sencillo infiltrar el comprometedor material audiovisual a los medios creyendo que cundiría la impunidad. La venganza es bien pagada, bien planeada, bien hallada… pero no es tán fácil de ejecutar. Y él lo sabe.
 
Recibió su sobre amarillo como todos los martes y procuró cerrar esta vez bien la puerta para que no creyeran que ya había llegado. Crudo, crudísimo, encendió un cigarrillo y casi se duerme en su sillón si no fuera porque su instinto le indicó que el envoltorio de papel estaba más pesado de lo normal. Otra bocanada y corrió los hilos que lo cerraban: En efecto, era su pago semanal por protección y trabajos de rutina; un fajo extra que él interpretó como adelanto de algo especial y una carpeta adicional con algunos legajos de documentos que, si no fuera por el sello habitual, no hubiera sabido que eran confidenciales. Eructó los chilaquiles que medio desayunó para el dolor de cabeza, se improvisó un café y casi se le botan los ojos al enterarse cuál era la misión encomendada. Quiso hablar por teléfono, pero recordó que sólo era otro empleado, así que se conformó con mezclar en su boca la bocanada y el trago, resoplar entre dientes y restregarse los párpados cansados. Masiosare González puso el caso como prioridad y luego su cuerpo a soltar ronquidos excelentes que llenaban la oficina de su agencia de seguridad.
Primero lo primero: Una sal de uvas para la regurgitante alquimia estomacal de etanol, capsiacina, nicotina y cafeína. Lo de menos fue memorizarse el nombre y el empleo que ostentaba el "objetivo". Localizarlo, muchísimo menos. Lo que sí costó trabajo fue familiarizarse con las noticias, pues desde el 3 de julio desconfiaba de los medios y desde el 16 del propio sistema para el que trabajaba. Pero aparecieron: Las aterciopeladas voces en árabe de Kamel Nacif y Jean Succar Kuri, empedradas de vulgaridades en español; a continuación, otra conversación entre Kamel y Emilio Gamboa, una voz que se le hacía familiar por haberla oído en una de las intervenciones telefónicas de uno de sus jefes. Hablaban sobre un hipódromo y una ley, dos palabras que lo hicieron sudar y fumarse otro cigarro. Poco después, un video sobre un cantante despotricando sobre los mexicanos y las comparaciones con un italiano que ya había despotricado contra las mexicanas. Ah, sí, ya se acordó. Más los argumentos de siempre: Que si tiene derecho por ser mexicano, que si la pederastia es permitida en las cúpulas del poder, que si la sed lo estaba matando, en fin.
Claro que todo ello, paralelamente al pago anexo de ubicar y asesinar al que entregó ambos paquetes y conocer a sus respectivos autores intelectuales, iba hacia desentrañar las claves. No era casualidad que los materiales surgieran días previos al grito o justo cuando dictaminaron quién sería el presidente. Tampoco lo era que mientras un caso cimbraba la política, otro al espectáculo, como para mantener entretenidos a los públicos mayoritarios del país. En eso se encontraba, cuando se dio cuenta que su carro tomó por Correo Mayor y no podía desembocar en el Zócalo. La posterior gritería cruzada de "Pónganse a trabajar" y "Sufragio efectivo, no imposición" agravaron su humor y decidió echar otra ojeada a los documentos. Dejó salir el humo del cigarro y realizó varias llamadas telefónicas triangulando en la empresa de mensajería, el domicilio particular y los destinatarios la información, que le servía a la vez de cerco al blanco y de verificación informativa. Miraba al horizonte de campamentos, cuando un sonoro y repugnante pedo lo sacó a igual velocidad de sus cavilaciones. Y encontró la pista maestra.
¿Por qué no lo había pensado antes? Tal vez por la dolencia del cuerpo y la fetidez del aliento. En un caso, el telefónico, la polémica estribaba en involucrar al jefe de la bancada priísta, al socio del nuevo presidente, a partir del espionaje; en el otro, sobre las ofensivas palabras a los paisanos del detective, como si la infiltración misma no fuera importante. Como sea, en todo caso, era material público que se habían hecho privado y, detrás, el aparato del Estado en busca de chismes que opacaran a AMLO y a la Convención. Él lo sabía, era la estrategia de siempre, escándalos de un día, había colaborado en uno que otro a cambio de efectivo en dólares, para que nadie pudiera rastrearle el dinero; sólo el gobierno federal podría colocar esos rostros y esas voces íntimas en el escaparate. Por lo cual, como el billar que había jugado anoche -y que lo dejó enfermo como está-, entendió la inercia que lo involucraba: Tenía que encontrar al office boy que llevó los paquetes, sacarle la verdad y deshacerse del cabo del hilo, antes que lo enredara a él también.
La Presidencia utiliza un número único de remitente para uso postal exterior, es decir, fuera de las dependencias del gobierno. Es distinto del que identifica al Congreso y a la Suprema Corte. Pero el asunto es que el número único no especifica (quizá por ello lo volvieron así, piensa el investigador) quién hubiera requerido ese mecanismo para sus venganzas personales. Lógicamente, el repartidor sabrá menos que él, pero le proporcionará la lista de requisiciones de su ruta con detallitos como el remitente y el tipo de entrega; además, le corroborará los datos que lleva recabados. De ahí en adelante, un balazo en la cabeza y ya. Todas estas conclusiones, casi planes, fueron pulidas mientras pujaba la mierda que se le había atragantado anoche, en el interior del baño prestado del restaurante en el que ya nadie se paraba por la Resistencia civil, excepto los mismos perredistas, quienes hacían sus tres comidas del día en ese local. La cruda estaba por desaparecer y el carro quedó a expensas de los enojados por el plantón.
Intervino una primera ruta trazada con ayuda de la empresa y vio al motociclista. Chamarra amarilla, caso rojo, una Chopper 2001 con caja trasera y el logotipo del consorcio repartidor. Prefirió seguirlo en bicicleta para que nada le impidiera una persecusión más efectiva, aunque era peligroso no sólo por el tráfico sino además por sus condiciones de salud. En dos o tres cruceros por poco pierde la vida, pero logró darle alcance en un callejón adyacente a un lujoso conjunto habitacional. Las placas del vehículo, el "42" y el nombre de pila serigrafiados en el uniforme y el destino de esta entrega reciente confirmaron las sospechas. Ya todo era cuestión de abordarlo indefenso. Esperó a que le firmaran de recibido y regresara a la moto. Tras el callejón, lo derribó usando la bicicleta, lo arrinconó sacando la pistola y le preguntó si era él por su nombre. La voz temblorosa que ratificó su propia filiación lo hizo titubear por un segundo, pero recapacitó en que era o él o aquél. Cortó cartucho, guardó silencio para detectar con sus oídos si alguien se acercaba al pasillo y apuntó con pulso férreo. Otro ruidoso pedo y se enojó consigo mismo, pues cómo pensaba matarlo si traía el caso puesto. Se recriminó susurrándose "Pendejo" y le quitó la capucha metálica de un tirón. Pero ya no tuvo el pulso férreo para clavarle la bala entre los ojos.
 
Esta historia continuará…
 
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