El Caso Informe
En un almacén, guardaron las pruebas del delito y creyeron que, pasados los tiempos legales y políticos, los enviarían en "vehículos que tiran agua" a una fundidora para su incineración total. Pero…A la contundencia de las pruebas se suma la incredulidad frente a ellas. Con esta brutal y severa divisa, Romualdo Godínez abandonó su prominente aunque discreta carrera como detective privado para dedicarse a desentrañar el enorme misterio que cundía por el país: ¿Hubo o no fraude contra El Peje?. Y estaba decidio por una convicción mucho mayor que la posible fama si encontraba la más mínima conexión probatoria: Será mejor siempre este caso que averiguar si a mi cliente lo están sanchando o no.
Primero, se integró a la Resistencia Civil Pacífica en la carpa de su estado para encontrar pistas de más profundidad que los rumores habituales de medios y partidarios. Asistió a todas las asambleas informativas, anotando en la libreta de su memoria cada palabra. Caminaba más de seis cuadras para adquirir un diario que no fuera sólo La Jornada y desayunaba en Vip’s para no tener que tragarse tanta mala comida de las voluntarias de la Resistencia. Por fin, vestido de azul para que no lo reconocieran, se paseó como vecino de San Lázaro frente a las tanquetas de la PFP, no para supervisar la pésima colocación de las vallas, sino para oír lo que se les escapaba en el duermevela a los granaderos. Encontró lo que buscaba.
Como era natural, la papelería comprometedora no se encontraría en lugares asequibles a cualquier sabueso pro AMLO (¿O a poco creyeron que sería el único?), ni el IFE, ni el TEPJF, ni el PAN, ni Los Pinos, ni el Consejo Coordinador Empresarial, ni en las secretarías de Estado, ni en las juntas distritales, bueno, ni siquiera en el Campo Marte. Godínez anotó la matrícula de fabricación de una de las tanquetas, parecida a las marcas alfanuméricas de los ensamblados automotrices y verificó el origen de la combinación con uno de sus contactos en la compañía proveedora de arsenal militar, una antigua novia suya de la secundaria con quien quedó "como amigos" porque su adolescencia la volvió un monstruo con acné y frenos dentales.
Claro, él no sabe -no se han visto desde la graduación- que ella se volvió una auténtica mamacita y que sigue cacheteando nopales por él, pero es que por teléfono es imposible conocer los cambios. Al fin, recibe la dirección, le da las gracias y sutilmente le niega una salidita al cine, involucrado como está en la investigación más importante de su vida. La siguiente marcación es para una operadora que le confirma la dirección, aunque oficialmente, al fin empleada de Sección Amarilla, no es de una armadora bélica, sino de una metalúrgica. Allí no se hacen carros, sólo las partes del chasis y otras láminas.
Bien, Godínez se lanzó en taxi hasta el sitio indicado, ubicado a las afueras del D.F., no sin antes detenerse en un descampado de cerros para cagar con urgencia, porque las memelas que le forzaron a comer en el Zócalo debieron ser de un maíz rancio que le descompuso el estómago. De puro milagro, no evacuó también por la boca, aunque en realidad se debió a que desde el montículo que escogió como letrina se observaban los altos hornos de la metalúrgica, ahí nomás, tras lomita. Acabó como pudo, despachó al taxista y optó por recorrer ese camino secreto para introducirse en la manufacturera.
Era autómatica, aunque eso nunca ha sido razón para dejar sola un complejo industrial. Las fundidoras estaban prendidas, produciendo un calor insoportable (aunque siendo tabasqueño no se incomodó) y los ríos de las aleaciones metálicas en estado líquido recorrían de un lado a otro los canales de concreto, pero ni un alma manejaba todo el asunto. Godínez intuyó que había de dos sopas: O había llegado a la hora de comer o simplemente esta fábrica había dejado de operar hacía mucho tiempo y milagrosamente fue reactivada. Un recorrido circunspecto de 45 minutos confirmó la segunda sopa.
Cuando terminó, salió al patio trasero para refrescar sus poros y tratar de hallar un tubo de agua fresca, porque no aceptó el atole que le ofrecieron en Reforma por miedo a una parasitosis. Se dirigió a una llave que salía del suelo polvoso y que al abrir sacó apenas un chorrititito leve y algo obscuro. Y de la llave al horizonte: Un bodegón pintado de blanco que parecía recién hecho, con prisas, porque no tenía nada que ver con la ruda arquitectura del resto del complejo. Corrió hacia la construcción, sospechando lo que ya ustedes, la rodeó, la tocó, saltó para ver sus ventanas polarizadas, hasta que encontró la puerta de acero apenas resguardada con un candado grueso.
Tan sofisticado como su propio nombre, el detective buscó unas pinzas cortadoras que había visto en su recorrido, se aventó a la puerta e intentó con un soplete perdido retirar los remaches que servían de goznes. La prisa no sólo era por su curiosidad, sino para medir su propia incredulidad frente a la contundecia de las pruebas que encerraron en ese almacén, aislado del Palacio Legislativo donde el Presidente rendiría su último informe. Con dos metros para agarrar impulso, se aventó a la puerta, que finalmente cedió.
Godínez apenas tuvo tiempo de contemplar las urnas rotas llenas de boletas, sobres y actas desperdigas, algunas arrugadas, fragmentos de papeles con taches color café para la Coalición y firmas bajo protesta, cientos de hojas sueltas con números dentro de cuadritos con las palabras Válidos y Nulos, pomos de desodorante para los pulgares y marcadores de credenciales y lonas de gran tamaño con más numeritos y otras con la leyenda Tu voto es libre y secreto. Se iba a parar para limpiarse las telarañas, el polvo y algunos confetis pegados a su piel por el sudor, cuando sintió un tubito duro y frío en la nuca que le congeló el cuerpo, le hizo cerrar los ojos casi con furia y susurrar el "Puta madre" que acabarían siendo sus últimas palabras.